Opinión

¿Una imagen vale más que mil palabras?

Desde que se comenzó a hablar de la civilización de la imagen, esta última no ha dejado de ganar terreno. Se ha convertido en un mantra la famosa frase “una imagen vale más que mil palabras”, olvidando que una misma imagen puede adquirir significados distintos, y hasta contradictorios, según sean las palabras que la acompañen. Porque las palabras exigen algo más que la mera contemplación: para pronunciarlas es necesario pensar, es decir, afirmar o negar, comparar, tomar una posición, expresar nuestra opinión, cosas que la mera imagen no exige, aunque pueda sugerirlas. Actividades que exigen mucho más esfuerzo que la nuda contemplación.

En los últimos tiempos han aparecido imágenes que han dado la vuelta el mundo. Las barcas sobrecargadas de emigrantes a punto de zozobrar, el camión donde murieron por asfixia 71 emigrantes, las entrevistas desgarradoras con familias de emigrantes, los puntapiés que propinó una periodista descerebrada a refugiados que huían de la policía y sobre todo el cadáver del niño de cinco años muerto en la orilla. Todas esas imágenes han tenido la virtud de generar movimientos de opinión mucho más generalizados que los que puede originar el lenguaje. Y ese es un mérito que no se puede negar a las imágenes, porque seguramente esas emociones colectivas han salvado a algunos refugiados, en la medida en que han obligado a  tomar en serio –al menos durante una semana- un problema que las autoridades de la Unión trataron de negar durante mucho tiempo. Pero, como se ha demostrado, bastó que unos pocos países rechazaran participar en la recepción de inmigrantes para que todo el plan de acogida fracasara y se convocara otra cumbre para una fecha en la cual habrán muerto algunos refugiado más.

Y era previsible, porque uno de los problemas que tiene la imagen desprovista de lenguaje es su fugacidad: poco falta para que esas imágenes desaparezcan de los medios y cuando lo hagan será necesario que permanezcan las palabras que las explican, a riesgo de que dejemos de acompañar a los cientos de miles de emigrantes que deberán seguir buscando un lugar en este mundo sin el apoyo de una opinión pública a la que ya se le han ofrecido otras imágenes para consumir.

Entre las cosas que las imágenes no dicen están, por ejemplo, las siguientes: que la mayor parte de los emigrantes provienen de países del Medio Oriente, como Irak, Afganistán, Libia y Siria cuya desestabilización es el resultado (entre otras causas, por supuesto) de las intervenciones de Estados Unidos y la complicidad y la pasividad de la Unión Europea; que la solicitud de asilo de esos refugiados no se basa en la compasión sino en un derecho jurídicamente reconocido y frecuentemente violado por las autoridades europeas; que si todo el llamado “mundo libre” aceptara su responsabilidad ante este éxodo, la llegada a algunos cientos de miles de personas no implicaría ningún problema logístico; que la distinción entre refugiados y emigrantes económicos está siendo utilizada para reducir cada vez más la solidaridad con regiones africanas que también han sufrido la depredación de empresas europeas y de los grupos financieros occidentales.

Es decir, que la llegada de esa multitud de personas que buscan un lugar donde puedan vivir decentemente y los miles de entre ellos que se han quedado para siempre en las aguas del Mediterráneo no constituyen un fenómeno ajeno, ante el cual solo cabe excitar la solidaridad y la compasión, sino que son el resultado de una política, de la cual formamos parte, que pone por delante de la vida humana los intereses geoestratégicos y económicos de los países desarrollados. Lo cual no elimina ni disminuye, por supuesto, la responsabilidad de sus autores directos en los lugares de conflicto. En África, de la cual recibimos pocas imágenes, innumerables guerras locales tienen su origen en la competencia de respetables empresas de nuestro mundo por el control de la tierra, del petróleo, del coltan y de otros recursos naturales, mediante la complicidad con siniestros señores de la guerra de esas zonas. Y la gente que huye de estos conflictos locales y de la miseria que provocan no tiene siquiera el prestigioso –aunque frecuentemente inútil- estatuto de refugiado.

En cualquier caso, la actitud ante esta tragedia ha servido para que la Unión Europea muestre sus miserias. Lo que pudo ser en sus inicios un intento de superar las guerras que  destrozaron Europa y la superación de las fronteras se está convirtiendo en un club privado preocupado por defenderse de un mundo que ni siquiera comprende. Hace ya siete años que el Parlamento europeo aprobó la llamada “Directiva del Retorno”, que concede a los inmigrantes sin papeles un curioso privilegio: son los únicos ciudadanos que pueden ser internados en una cárcel durante un año y medio sin que existan ni acusaciones ni siquiera sospechas de ningún delito. Y ahora muchos países les niegan el derecho de asilo, reconocido internacionalmente como uno de los derechos humanos fundamentales y hasta utilizan contra ellos gases lacrimógenos y cañones de agua. Tenemos derecho a  preguntarnos si tiene futuro una civilización que cada vez separa más a quienes construyen la historia de quienes se limitan a soportarla.

Augusto Klappenbach

Augusto Klappenbach

Augusto Klappenbach

Filósofo

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1 Comment

  1. Javier Rojo
    17 octubre, 2015 at 00:13

    Gran artículo, no se por que se me pasó de largo en su lanzamiento.